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Reflexiones sobre el cuerpo humano






Soy un hombre, un hombre de carne y hueso. Un hombre que nace, sufre y muere, que bebe y juega, duerme, piensa y quiere, como decía De Unamuno. 
Un hombre que busca siempre el espíritu, con el corazón, pero que vive en un cuerpo, que tiene sus razones y se las grita al hombre, que soy yo.

El espíritu es mi hermano. Un hermano que no siempre se entrega, pero si lo llamas, le ruegas, él viene... Pero lo rechaza el cuerpo, a veces no lo quiere porque el espíritu viola sus razones. El cuerpo tiene sus razones, que muchas veces son diferentes de las del espíritu, porque el cuerpo es mortal y el espíritu no. El espíritu es eterno, y el cuerpo quatenus in se est, in suo esse perseverare conatur, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser. El cuerpo vive de una volición continua y perseverante.

La filosofía y la religión rara vez sitúan al cuerpo, al hombre de carne y hueso, en el centro de su pensamiento, de su núcleo. En el centro está el alma, el sujeto pensante, el cogito, el ego.

En el centro de la reflexión filosófica y religiosa, el cuerpo queda a un lado.

Sin embargo, Dios nos dio el cuerpo. Y no puede ser que todo sea malo, nuestro cuerpo. No todas sus razones pueden estar equivocadas.

Y este es el drama del ego que vive en el cuerpo, pero busca la luz del espíritu con el corazón.

Los impulsos volitivos y sexuales entran en conflicto con la pureza del espíritu y crean dolor y sufrimiento.

El hombre del que hablo no es el hombre gnóstico. Es el hombre que busca a Dios, que recorre los tortuosos senderos de la selva, buscando escuchar al espíritu para encontrar al Dios creador. El Dios que le dio el cuerpo y lo creó. El Dios que le invita a sufrir para que, en el sufrimiento, conozca sus límites y comprenda el bien y el mal y su propio ser.

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