« ¡A mí, hombres!», gritó Diógenes un día y cuando
acudieron algunos, los ahuyentó con su bastón, diciendo: « ¡Clamé por hombres,
no mierdas! »
Una vez estuve
buscando al hombre por las ciudades, por cafés, supermercados. Y tenía la
ilusión de que cada mirada que encontraba, cada vez que la encontraba, era el
hombre que yo iba intentando buscar. Y lo intentaba en los olores de los sexos,
en los líquidos de los cuerpos, en el sudor y en las quebradas de mis amantes,
como si buscara un testimonio del hombre que estuvo en el fondo de cada
individuo con quien compartía mi vida.
Y luego me agachaba,
trataba de entrar en los intersticios y heridas de su carne. Para viajar dentro
de ellos a las profundidades. Y me preguntaba por esos secretos que me parecía
vislumbrar en esa búsqueda lacerante y desgarradora que no conducía a nada.
Estos fueron viajes que hacía por un callejón sin salida. Y cada vez me volvía y
empezaba de nuevo.
Porque el hombre
no es nada cuando no está en la luz que viene de arriba, porque vive forzado
sólo abajo.
Solo un trozo de
carne, sangre, hueso y piel, todo lo que fue y es.
Y ahora que ya no
tengo ojos para ver cómo me veía, ya no distingo entre hombre y animal. De solo
animal es hecha La mayoría de los hombres.
Son sacos de
mierda, que respiran, se mueven, se estremecen y a veces se abrazan. Pero se
odian más.
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