Uno de los primeros actos es el de ponerse "hacia".
Solo si el hombre tiene la capacidad de ponerse "hacia" tiene la posibilidad de iniciar la búsqueda de Dios, que lo lleva a instaurar una relación con Él, un espacio intermedio de relación entre sí mismo y Dios. Esta relación vive sobre todo de la capacidad del hombre de oír la presencia de Dios en el mundo, en el saeculum, ya que, como decía Heráclito, "εἶναι γὰρ καὶ ἐνταῦθα θεούς" ("también aquí hay dioses").
La vía a Dios no es externa, sino intramundana (Xavier Zubiri, El hombre y Dios, Capítulo 4, párrafo 2, punto 1).
El "hacia" debe dirigirse a su interioridad, que es el vehículo intramundano por el cual podemos percibir la palabra de Dios, como nos enseña San Agustín.
En su interioridad, el hombre tiene la capacidad de escuchar. Sus facultades internas le permiten oír la voz de Dios que habla a esa parte del hombre que es mejor que las demás partes que lo componen, una parte superada solo por Dios mismo [1].
No todos, todavía, pueden oír la palabra de Dios, porque no todos eligen escuchar. No todos usan su libre albedrío para cultivar las partes de sí mismos que los hacen receptivos a la voz de Dios.
Muchos optan por desviar su atención, su voluntad y sus intereses de estas facultades superiores, centrándose en cambio en preocupaciones más mundanas y burdas, aquellas que dominan el saeculum, y se sumergen en las distracciones del saeculum, asemejándose así más a los animales, perdiendo la capacidad de escuchar la palabra de Dios y permaneciendo atados a las partes más bajas de sí mismos.
Escuchar la palabra de Dios, entonces, es una especie de entrenamiento, una disciplina destinada a desarrollar las facultades internas, esa parte que nos permite escucharla.
"Ciertamente, en esa parte de sí mismo, está más cerca del Dios Superior, pues por ella supera sus partes inferiores, que también comparte con los animales" [2]
El oír es el inicio del "hacia" que abre el espacio de relación con Dios.
Otros medios para intensificar el diálogo con Dios en este espacio intermedio entre el hombre y Dios son el amor y la oración, que amplifican la intensidad de la comunicación con Él.
Dios es un exceso de plenitud; en el espacio interior, el hombre recibe esa plenitud que Dios transmite a quienes la buscan. Quien dialoga con Dios ve un cambio en su vida.
Eso ya no es un problema de fe, es más un sentimiento de presencia de Dios en sí mismo, es sentir el cambio de vida a raíz del diálogo con Dios, es adquirir un algo más que deriva de la plenitud de Dios.
No hay fe sin presencia de Dios, sin el sentido de la presencia de Dios.
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[1] Ad illud enim hominis ita loquitur, quod in homine ceteris, quibus homo constat, est melius, et quo ipse Deus solus est melior (De Civitate Dei, XI, 2).[2] Profecto ea sui parte est propinquior superiori Deo, qua superat inferiores suas, quas etiam cum pecoribus communes habet (ibid.)
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